En la década de 1930, la pizza y la ciudad de Buenos Aires comenzaron un romance que se renueva a diario. Por aquellos años, la ciudad amplió avenidas, derribó edificios, plantó un Obelisco en la intersección de dos arterias importantes. Se hizo grande. Entonces fue cuando se encendieron los hornos de algunas pizzerías. Hornos que hoy continúan prendidos. Como sucede con el de Güerrin (Av. Corrientes 1368), la más clásica entre las clásicas pizzerías porteñas, que nació en 1932, poco después de que se ensanchara Corrientes. Otra gran pizzería de esa avenida emblemática, Las Cuartetas (en el 838), también data de esa fecha. Mientras que la primera toma el nombre de una suerte de Robin Hood del norte de Italia, conocido como el Pobre Güerrin, la segunda –cuenta la leyenda– fue bautizada así porque en sus mesas el poeta y escritor Alberto Vaccarezza dejaba sus inspiradas cuartetas.
PIZZERÍAS POPULARES, HÉROES POPULARES
La pizza llegó a Buenos Aires de la mano de los inmigrantes genoveses que arribaron a fines del siglo XIX. Ellos venían escapando del hambre y, tal vez por eso, propusieron una versión engordada de esa preparación que tan bien conocían. Se instalaron en el puerto de La Boca. Ahí nació Banchero (Suárez 396), cuya leyenda se cimenta en hechos tan disímiles como haber reunido en sus mesas a la bohemia cultural del Instituto Di Tella y la feliz ocurrencia de Juan Banchero, hijo del pionero genovés y fundador Agustín, quien inventó un bocado inigualable: la fugazzeta.
Entre la muzzarella y la fugazzeta se cierra el ciclo de engorde y leudado que marcará el crecimiento de la ciudad desde 1930. La primera, porque con su masa de dos dedos de espesor, su piso firme e interior apenas cocido, todo bien regado de abundante muzzarella, fue el alimento dilecto de los corredores de negocios que le dieron vida a la ciudad. La fugazzeta, en cambio, es una sutileza potente: una focaccia rellena de cebolla rehogada y abundante (repetimos, abundante) muzzarella. Ambas coronadas con orégano, un hilo de aceite de oliva y algún condimento secreto.
Ahí está el abecé de la pizza porteña, al que se pueden sumar algunas glorias. Por ejemplo, El Cuartito (Talcahuano 937), que nació como un despacho de pizzas en un “cuartito” de un desaparecido mercado y hoy está en un cómodo local donde el boxeo y el fútbol, con su trenza de héroes y villanos, encuentran sentido homenaje en las paredes. También en ese Olimpo merece estar La Mezzetta (Álvarez Thomas 1321). De bien ganada fama por su contundencia, la especialidad de la casa de Villa Ortúzar –un barrio alejado del centro– es la fugazzeta, que encuentra en los taxistas a deshoras los clientes perfectos para una parada obligada que quita (y repone) el aliento.
Y hablando de aliento, es El Imperio de la Pizza (Av. Corrientes 6895) donde todos pasan sin resuello. Con un pie en el estribo del tren que parte desde la estación de Lacroze –justo enfrente–, los que están de paso para dejar la ciudad o para entrar en ella encuentran consuelo en un triángulo amoroso: masa, tomate y muzzarella que, como es ley en las pizzerías porteñas, se come de parado en el mostrador. Para quedar lleno y llegar a horario a la estación o a la vida.