Autor: Richard Lingua
Estaba viviendo a medias en Santiago un verano de comienzos de 2000. Los fines de semana siempre eran el momento en que me disponía a explorar sitios más o menos cercanos, desde los más concurridos y bulliciosos (Viña, Reñaca), hasta los más escondidos y bellos.
A esta última categoría corresponde la escenografica playa de Zapallar, pequeña, discreta pero glamorosa, con una diversidad de paisajes por metro cuadrado poco habitual.
Zapallar es una bahía rodeada de riscos de diferentes alturas que requiere bajar a pie a la playa que queda abajo al final del camino. Como todos los sitios exclusivos, no se presenta repentinamente. A medida que uno desciende va descubriendo áreas diferentes, como si se tratara de un rompecabezas.
Primero aparece la línea en que el océano se confunde con el horizonte, enseguida la medialuna de arena impecable y al final, dando casi una vuelta caracol, se nos presenta la visión íntegra: los chiringuitos sumamente coquetos y convenientemente distribuidos, el ambiente distendido, la gente relajada y el telón de fondo de la escultórica pared de piedra.
El Océano Pacifico es de un color azul imposible. El agua es calma, aunque en algunos sectores rompe contra las piedras y levanta una cortina de espuma.
Sentarse a contemplar el paisaje es lo mejor pero no lo único. Los pequeños restaurantes que tienen un aparente aire casual, ofrecen platos y cócteles deliciosos. Pescados y mariscos recién traídos del mar, pisco en todas sus variantes, dulces de la región.
Todo el lugar, tupido de pinos y eucaliptus, respira clase. El mejor de los programas es subir la cuesta que se encuentra al final del margen derecho de la bahía, y observar desde el inmejorable mirador con bar, pisco mediante, la caída del sol.