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Memoria ancestral

Foto: larutanatural.gob.ar
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Un viaje en el tiempo hacia el período de las misiones jesuitas, en uno de los complejos arqueológicos mejor conservados y emblemáticos del territorio argentino. 


Por Guido Piotrkowski.

La provincia de Misiones lleva su nombre, justamente, por las misiones jesuíticas. Fueron pueblos fundados a partir del siglo XVII por la orden religiosa de la Compañía de Jesús, cuyo objetivo era evangelizar a los indígenas guaraníes que ocupaban el territorio de Argentina, Paraguay, Brasil y Uruguay.

Hoy sólo quedan en pie cuatro de estas misiones, también llamadas reducciones, que son las de San Ignacio Miní, Santa Ana, Loreto y Santa María, todas erigidas en los siglos XVI y XVII. Fue en aquellos tiempos en que los sacerdotes llegaron al territorio de la selva paranaense e intentaron evangelizar a los indígenas sin someterlos o esclavizarlos, como solían hacerlo los conquistadores que los precedieron y también aquellos que los sucedieron. Es por eso que, mientras el proceso de las misiones jesuíticas duró, tuvo gran alcance y eco positivo en varias de las comunidades guaraníes de la región, quienes vieron en esos sacerdotes la manera de protegerse, tanto de los colonizadores españoles como de los invasores paulistas y bandeirantes brasileños, brutales guerreros que arrasaban con todo a su paso tratando de saciar su sed de conquista. 

San Ignacio, día y noche

De todas estas, las ruinas jesuíticas de San Ignacio Miní son las que mejor se conservan. Recorrerlas hoy en día es un viaje al pasado, una travesía en el tiempo que ayuda a comprender cómo se vivía en aquella época, cómo fueron los procesos colonizadores y evangelizadores, y cómo construyeron esas ciudades de ladrillos colorados, a tono con el color de la tierra de esta provincia selvática del noreste de nuestro país. 

Ubicadas a sólo sesenta kilómetros de Posadas, la capital provincial, y a doscientos cincuenta de las Cataratas del Iguazú, las ruinas de la misión jesuítica guaraní fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1984 y constituyen hoy uno de los principales atractivos turísticos provinciales. 

Para conocerlas, basta con una visita de medio día que se puede coronar con otra visita de 45 minutos por la noche, para asistir al fantástico espectáculo de luz y sonido, en el que mediante proyecciones multimedia en los muros y sobre brumas de agua generadas artificialmente, se narran historias de aquellos tiempos. 

Foto: larutanatural.gob.ar

Para recorrerlas se puede contratar uno de los guías de sitio, quienes cuentan y explican, con lujo de detalle, el cómo, cuándo y por qué se fundaron estos pueblos. Se trata de un paseo histórico que dura cerca de una hora, entre este conjunto de ruinas que permanecieron durante casi dos siglos ocultas en la selva. El recorrido también se puede hacer por cuenta propia, pero claro, si uno no conoce la historia, sólo verá un montón de hermosas piedras y un complejo arqueológico muy bien conservado, aunque se llevará una visión incompleta de la historia. 

Los edificios, construidos en el estilo que se llamó “barroco-guaraní”, están alrededor de lo que fuera la plaza de armas. Ahí están el cabildo, el cementerio y la iglesia, entre otros. La iglesia se destaca con su fachada barroca y ladrillos rojizos. Originalmente, alcanzaba los quince metros de altura, aunque hoy en día solo llega a los diez, como se puede apreciar en sus muros laterales que quedan en pie, la foto icónica del lugar. También se pueden ver los talleres, el colegio, viviendas de los religiosos y los nativos.

En la entrada hay un pequeño museo con restos arqueológicos, como piedras labradas, herramientas e instrumentos musicales, entre otras cosas, y una maqueta que ilustra la distribución urbana de la reducción. 

La historia

San Ignacio Miní fue fundada por los padres José Cataldino y Simón Maceta inicialmente en la región de Guairá, que es actualmente Paraná, en Brasil. Pero los continuos ataques de los comerciantes de esclavos portugueses provocaron el traslado de esta y otras misiones de la zona hacia el sudeste. Luego de un tiempo a orillas del río Yabebirí, San Ignacio Miní fue establecida definitivamente en 1696 en esta localidad que lleva el mismo nombre, donde hoy podemos visitarla, y donde se estima que llegaron a vivir unas cuatro mil personas. 

Resulta que en el año 1696, algunos de los sacerdotes que escaparon de Brasil se asentaron en tierras misioneras para evangelizar guaraníes. En esta región, los indígenas vivían del cultivo, la caza y la recolección. Fue así hasta que llegaron los conquistadores y colonos europeos, quienes los sometieron y explotaron bajo las instituciones conocidas como la mita, el yanaconazgo, la encomienda o el repartimiento. Pero las órdenes religiosas implantaron una suerte de contrapeso, una labor social más constructiva. En ese sentido, las misiones jesuíticas guaraníes fueron novedosas, ya que trajeron valores humanistas de la cultura europea e incluyeron los que ellos consideraban adecuados de las culturas indígenas. 

Foto: larutanatural.gob.ar

Fue en 1609 que fundaron la primera de las misiones, con el propósito de difundir su religión entre los indígenas y educarlos, así como también protegerlos de las formas coloniales de explotación. Todo eso marcó una estructura social novedosa y aislada de la sociedad colonial, que de alguna manera venía bien para las tres partes: para los jesuitas, fue su manera de cumplir su misión evangelizadora; para la corona, de fortalecer su presencia en las selva; y para los indígenas, una forma de protegerse de los invasores. Todos estos factores explican de alguna manera el “éxito” de las misiones, mientras duraron. 

Descubrimiento y reconstrucción

La expulsión de los jesuitas en 1768 puso fin a la reducción de San Ignacio Miní y del resto de las reducciones. A partir de entonces, los pueblos guaraníes quedaron en manos de autoridades civiles y otras órdenes, como los franciscanos, dominicos o mercedarios. El régimen comunitario fue reemplazado por una economía de mercado. Más adelante, las guerras entre los incipientes estados de Brasil, Paraguay y Argentina los dispersaron, y los edificios de las reducciones fueron destruidos, quedando, literalmente, en ruinas. 

Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, llegaron los nuevos pobladores, inmigrantes, trabajadores, maestros. Fue en aquellos tiempos que las descubrieron y se comenzó a pensar y planear la restauración. Las ruinas fueron reconstruidas finalmente entre 1940 y 1948, y luego le siguieron el resto: Santa Ana, Loreto, Santa María. Todo el trabajo quedó en manos del arquitecto Carlos Onetto. 

Así, hoy nos quedan dos legados: el jesuita, al que se puede acceder mediante escritos y documentos; y el guaraní, que se traduce de boca en boca, de generación en generación. Para los pueblos guaraníes, la palabra es más que mera comunicación, es un canal hacia la divinidad. Así, cuentan historias, narran sus mitos y cantan los mensajes que los dioses transmiten en los sueños. Mensajes que hoy podemos conocer en una visita a este lugar que atesora buena parte de aquella memoria ancestral. 

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